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Cementerio de los Trenes en el Salar de Uyuni

  • Javier Antonio Salas
  • 9 jul 2017
  • 4 Min. de lectura

Esqueletos de locomotoras y vagones esparcidos por el gélido suelo del altiplano, amasijos de hierros oxidados que se retuercen en su propio abandono, en su propia indiferencia…

Una vez hubo una línea de ferrocarril en Bolivia, inaugurada en el último suspiro del Siglo XIX, que comunicó Uyuni con Antofagasta (ahora chileno) y que sirvió para transportar minerales como estaño, plata e incluso oro. Durante décadas fue un símbolo del progreso que parecía tocar al pueblo boliviano con la yema de los dedos pero con el tiempo y la pérdida en la guerra de su única porción de mar, resultó que no fue así y que las máquinas que se llevaban a arreglar cerca de la Estación de Uyuni, la primera del país, no volvieron jamás a deslizarse sobre raíles ni a despedir humo de sus gruesas chimeneas. Hoy el óxido decolora las piezas desgastadas de una esperanza en el conocido como Cementerio de los trenes olvidados.

La visita al cementerio de trenes de Uyuni es una de las opciones más interesantes para el viajero romántico al que le gusta ir siguiendo las huellas de un pasado no tan lejano.

UYUNI NO SÓLO ES EL SALAR

Cuando se vislumbra en el horizonte el Salar de Uyuni uno no piensa en otra cosa más que en que está disfrutando de una de las mejores panorámicas que se encuentre en la vida. Este es el inicio y el fin de rutas de mochila que cruzan sus destinos entre Bolivia y Chile, el objetivo con mayúsculas de muchos viajeros entre los que me incluyo.

Reconocemos que fue in situ, en el propio pueblo de Uyuni, donde nos enteramos de la existencia de este cementerio de trenes que, además, estaba completamente a la vista. Muy cerca de algunos basurales, en un implacable llano utilizado para que pasten las llamas y las alpacas se encuentra este impresionante lugar. Es uno de los complementos perfectos que agencias y guías turísticos utilizan para rematar las visitas al salar y mostrar otro apartado de esta solitaria localidad boliviana. Una forma de subirse a unos trenes que no están en marcha.

UN LAMENTO BOLIVIANO

El viento seco se cuela entre ventanas y portalones arrancados por el tiempo y por los comerciantes de metal, por otra parte. No es un museo, ni nada que se le parezca. Es una escombrera de vagones y piezas desperdigadas por el suelo que un día formaron parte de los viajes de pasajeros, maquinistas y contrabandistas que se mecían en la ilegalidad de sus actos. El espíritu burlador del gran Butch Cassidy, uno de los mayores ladrones de todos los tiempos, recorre esa atmósfera de hierros torcidos y ruedas de vagón sin dueño. No obstante algunos de sus golpes más sonados sucedieron en su huída a Sudamérica, protagonizando incluso su muerte a no muchos kilómetros de allí.

Hileras de trenes viejos y roídos se clavan en el hoy por los garabatos y graffitis que los viajeros siguen dejando allí. Nombres y mensajes en muchos de los idiomas del mundo maquillan la roñosidad de las viejas máquinas. Uno de ellos me llama la atención y dice, “Así es la vida”, que podría ser el epitafio perfecto de esta necrópolis del ferrocarril. La metáfora de una muerte prematura, de la dejadez y el desamparo de uno de los grandes inventos del Siglo XIX.

El cementerio de trenes de Uyuni es como una especie de lamento boliviano, de susurro olvidado en la herrumbre de un apeadero fantasma, que hoy día es una de las paradas de la mochila que recorre América. El polvo de un camino errante se mezcla con el poco oxígeno que se puede respirar a más de tres mil metros de altura. Las muchas noches de invierno perpetuo hacen rugir las paredes de acero picado que escriben sus días en un viento que no cesa, en un forcejeo entre el aire y el metal, en el lento desaparecer.

Ruedas gastadas, ruedas frenadas en seco en su propio cementerio. Ruedas que no van a ninguna parte ni tienen otro final. Tan sólo guardan consigo un principio, un origen esplendoroso que después se vería volcado en decepción y soledad. Como si allí mismo hubiese detonado la totalidad de un proyecto y de un nudo de comunicaciones que en el Siglo XXI no pasa de ser una red de senderos arenosos repletos de baches que separan cuantiosamente a dos países vecinos más allá de lo que dicten las leyes naturales del Altiplano. Las cosas han cambiado muy poco en los últimos años, y es difícil que cambien próximamente.

Baúles de recuerdos olvidados, memorias apagadas que no han llegado a su destino, certezas oxidadas en una evidencia tan pura que no busca una explicación. Gringos columpiándose en piezas herrumbrosas indagando en ventanas sin cristal que asoman a ninguna parte. Así es uno de los lugares más extraños y oxidados que me encontré en Bolivia, a dos pasos de una grandiosidad natural regalo de nuestra la Tierra como es el Salar de Uyuni.

Allí se mezcla el romanticismo con la nostalgia, la vida con la muerte, el cielo teñido de azul con la piel vestida de ocres deslucidos, un puñado de arena revoloteando a la más mínima ráfaga de un viento siempre frío. El salar esta cerca, los viajeros arriban en destartalados 4×4… es el cementerio de los trenes olvidados de Uyuni.


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